· Una selva de hayas, alcornoques y chopos centelleantes asciende por la ladera sirviendo de lienzo, de paño verde rasgado por una escalinata de piedras blancas y rugosas que desciende hasta la amplia terraza. Sólo vislumbrarla ya es absorber la penetrante fragancia surgida de las amarillas flores que festejan la jelena que abraza al alargado porche. A sus pies una alfombra de todas las tonalidades de verde se extiende, invadiendo el aire una aromática mezcla exhalada por matas de lavanda, de tomillo, de melisa, incluso desde alguna llana maceta de gastronómico perifolio. Todo el conjunto está saturado de un verde roto por el chisporroteo de amarillos, violetas, anaranjados que salpimientan toda la ladera. La torre, esbelta y grisácea, enmarca un gran ventanal, detrás del cual se atisban prolongadas estanterías y cuadros de áridos amarillos, rodeando grandes butacones de anchas orejeras que incitan a saborear un humeante café. Arrellanado en alguna de ellas, olisqueando las volutas de humo que invaden la sala, a través del ventanal se contempla el perfil de la ciudad, las almenas romas, las torres acampanadas de la catedral, los robustos muros del alcázar. Abajo, al morir la ladera, un rejuvenecido y orgulloso Tajo sigue su camino hacia el mar, acompañado por el histérico chillido de las cigarras, verdaderas dueñas y señoras de todo el entorno.
· Me gusta correr por entre los árboles que rodean la casa. Mi abuelo me va diciendo los nombres de los árboles. Y todos son verdes y algunos huelen, como las flores rojas y encarnadas que viven en la terraza. Y cuando paseo con mi abuelo me da a oler hojas de tomillo y de las demás plantas del jardín. Y a mí me gusta rozar sus hojas con mi mano y luego aspirar su aroma que ha impregnado la palma. Aunque lo que de verdad de verdad me gusta es sentarme sobre sus rodillas y contemplar la ciudad donde él vive con las piedras, las torres altas, los campanarios. Y aspirar la belleza cuando mi abuelo me cuenta la historia de alguna casa. No deja que tome café, pero sí que rompa las volutas de humo de su cigarro que vuelan por la sala. Y también me gusta tirar piedras al rio que corre hacia abajo, mientras mi abuelo me recrimina que vaya con cuidado. Y al atardecer, cuando las cigarras se callan, mi abuelo dice que están cansadas de trabajar, de frotarse las patas. Mi abuelo es muy bueno y me hace cosquillas con su barba y sus besos huelen a menta. Y le quiero a él y a su casa y a sus árboles y a su rio y a su mirada.