Para entrar en la Residencia “El Sosiego”, era necesario franquear una verja metálica, que se abría mecánicamente desde el interior, al poco rato de pulsar el timbre. Cruzada la verja, una pérgola que aliviaba al visitante o al residente de la lluvia o del sol, le acompañaba hasta una cristalera, siempre cerrada, para que no penetrase por ella el frio en invierno o saliese el frescor de los aparatos de aire acondicionado en verano. Más allá de la entrada acristalada, un recibidor espacioso conducía al comedor de la Residencia. Un recibidor en el cual pasaba muchas horas del día Antonio, esperando el sonido del timbre para acudir al pulsador del portero automático y abrir al visitante o residente que llamaba. Ese era su trabajo, el encargo que se había auto adjudicado y con el cual lograba que las horas no pasasen tan lentamente como durante las primeras semanas de estancia en El Sosiego.
Antonio llevaba en la Residencia casi dos años. Había superado ya los setenta años, y, desde la muerte de Encarna, su esposa, no sabía muy bien cuál era su cometido en la vida. Su hijo Antonio le había aconsejado que abandonase la que había sido su casa, su hogar, durante cuarenta y tres años, que la vendiese y con el precio obtenido fuese pagando el recibo mensual de una residencia. Antonio, el padre, no deseaba pelear más con la vida, y había asentido a todo. Algunas noches, se despertaba y se levantaba para ir al baño, no sin antes extender el brazo esperando toparse con el calor del cuerpo de su mujer, de su Encarna. Algunas noches, cuando se acercaba al cuarto de baño, las lágrimas le acompañaban. Algunas noches, Antonio, el padre, llamaba a Encarna y ella le contestaba. O eso al menos, deseaba. Lo cierto era que Antonio, desde primera hora de la mañana, se sentaba proximo al pulsador, en el recibidor de “El Sosiego”, y esperaba que algún visitante o residente pulsase el timbre, para él hacer lo propio con el portero automático. Su recompensa era recibir el saludo del visitante, un intercambio de preguntas sobre su estado de salud, y, después, al finalizar la visita, la despedida con un “hasta la vista, Antonio”.
Como todos los residentes, Antonio tenía adjudicada su mesa en el comedor. El comedor era el centro vital de la Residencia. De una forma u otra en esa estancia, amplia y luminosa, se desarrollaba la mayor parte de la vida de los residentes. Todos tenían su mesa propia, compartiendo con los comensales desayuno, almuerzos y cenas, así como horas de acomodo y espera en el antes y el después. La mesa de Antonio estaba situada en una esquina, entre dos ventanales. Por uno se podía contemplar la explanada de la entrada, con un césped que no se estaba autorizado a pisar, con la sombra de unos grandes platanos, y una senda de cemento blanco que permitía a los residentes transitar por entre los árboles, cumpliendo con la prohibición de pisar el cesped. Por el otro ventanal se podía ver la zona de juegos, donde los residentes se resguardaban del sol bajo una gran pérgola con planchas de mimbre, sostenidas por varias columnas de hierro pintadas de verde. Toda la fachada de “El Sosiego” estaba rodeada y cerrada por una pared enrejada, jalonada de cipreses, donjuanes, jazmines y grandes bignonias. A decir verdad, la terraza y la explanada era un lugar sumamente agradable al caer la tarde, durante el verano o en primavera. A Antonio también le gustaba fumarse su ya único cigarrillo diario sentado en una de las sillas de plástico blanco, después de cenar, pensando, meditando, dejando que todo en él respirase recuerdo. Antonio, como la mayoría de compañeros, ya solamente vivía del recuerdo. No esperaba demasiado del futuro, a lo sumo, que las piernas no le fallasen, no tener que depender de una silla de ruedas, y que su mente estuviese lo suficientemente lúcida para seguir recordando la vida, su vida. Sin silla de ruedas, ni nadie que le tuviese que empujar.
Había muchas sillas de ruedas en “El Sosiego”. En la mesa de Antonio, junto con Paco, el de Cheste, se sentaba Paloma, una chica de setenta y ocho años, incapaz de andar, con el cuerpo encorvado por la artrosis, torcido por la escoliosis y con los dedos retorcidos por la artritis. Paco no dormía en la Residencia, acudía de buena mañana, a pasar el día, a comer, y a ayudar en las faenas que le encargaban. Era de Cheste y vivía en casa de una hija. Pero solamente por las noches. No deseaba molestar, ni causar problemas a su hija con su marido. Por ello únicamente iba a dormir a casa de su hija. Paco era el más joven de la mesa, incluida Beatriz, la cuarta comensal. Todas las mesas eran de cuatro a lo sumo. Beatriz debía haber sido muy guapa de joven. Era tan cuidadosa de su apariencia como Paloma, aunque más bien se diría que Paloma era pulcra en su cuidado y Beatriz coqueta en su vestimenta. Paloma tenía una mente ágil, de recuerdo fácil, de memoria viva. Le encantaba hablar, tanto como escuchar. Mientras Beatriz solía quejarse de la falta de detalles, de atenciones de las chicas que atendían en el comedor, Paloma nunca hacía ningún comentario lamentándose de algo. Antonio se consideraba un hombre con suerte al haber coincidido en la mesa con aquellos compañeros. Todos comían por si mismos, con más o menos esfuerzo, y tenían una conversación amable. Aunque, a decir verdad, los temas eran siempre los mismos; el tiempo, el dolor, la salud, la familia.
En el fondo, pocas novedades se producían en “El Sosiego”. Y las más de las veces no se deseaban comentar. La muerte estando presente, era la gran ignorada. A lo sumo, el comentario que algún residente había fallecido o la ambulancia se había llevado a alguien de buena mañana. La muerte era la convidada perenne, pero no se la saludaba casi nunca. Si acaso el compañero de habitación, alguna mañana, llamaba al ocupante de la otra cama, y al no recibir respuesta, pulsaba el timbre de ayuda de forma continua, en señal de que algo grave había sucedido, para que alguna enfermera o asistenta acudiese con mayor celeridad.
Paloma era ya veterana en la Residencia. Había llegado hacía más de cuatro años, acompañada por su única sobrina. O al menos, la única que realmente se preocupaba de ella. Paloma había vivido sola desde que murió su padre. Soltera, aspirante a monja, se decía que había tenido un novio aviador, que desapareció durante la guerra, por allá el frente ruso. A decir verdad, el novio aviador de Paloma, se había convertido en una especie de leyenda entre la familia. Paloma, nunca había negado ni confirmado su existencia. Ni que fuese en realidad aviador, ni la novelesca desaparición en el frente ruso. En alguna ocasión, cabía suponer que ante la visión de Marina, la ayudante rusa, podría recordar Paloma a su novio aviador, sin embargo, había transcurrido demasiado tiempo de esa supuesta aventura, y la vida de Paloma había contemplado experiencias más intensas que la leyenda del novio aviador. Seguramente, Marina no le traía recuerdo alguno.
Antonio apreciaba a Paloma. Posiblemente era la residente con la cual experimentaba una mayor afinidad de carácter. Le gustaba la prontitud y viveza de sus comentarios, la frescura de sus recuerdos y la atención que prestaba al escuchar. Algunas tarde, al finalizar la siesta, después de la merienda del yogurt o del zumo de melocotón, Antonio iba a buscar a Paloma a su habitación, en donde ella, sentada en su silla de ruedas, rezando el rosario, aguardaba que la sacasen, y después del saludo de rigor, le anunciaba que la iba a llevar de paseo. Empujando la silla, cruzaban la verja de entrada, y, por encima de la acera, daban los dos un paseo, mientras contemplaban el verde de los naranjos o aspiraban el aroma del azahar en primavera. La Residencia estaba rodeada por dos de sus lados por inmensos naranjales, de árboles bajos, frondosos, con pequeñas lomas en la base de sus troncos. Cuando llegaba Antonio con Paloma al final de la acera, en la parte trasera de “El Sosiego”, daba la vuelta, pues el siguiente tramo era demasiado empinado para sus músculos ya cansados. El recorrido por el terreno llano era suficiente, para respirar un poco de aire puro, de campo. Paloma se lo agradecía todas las veces y siempre de la misma forma; preguntándole por Encarna, por cómo era, qué tal cocinaba, cómo vestía, cómo se habían conocido. Y Antonio, ante la pregunta, aminoraba un poco más el paso para prolongar el tiempo destinado a la respuesta. Antonio recordaba que Paloma ya le había hecho la misma pregunta en otra ocasión, pero también sabía cuál era el motivo de que se la hiciese; recordar la belleza vivida. Al llegar al portal, Antonio empujando sosegadamente la silla de ruedas, dejaba a Paloma en la explanada para juegos, mientras él acudía a su rincón, cerca del pulsador, a esperar que algún visitante o residente, solicitase que le abriesen la verja.
Al atardecer, llegaba el momento de la cena. El aburrimiento se reflejaba en algunos rostros, junto con el cansancio de no haber hecho nada durante todo el día. Ese cansancio de saber que el día de hoy había sido como el de ayer, e igual que el de mañana. Paloma recibe pocas visitas. Es pobre de familia. Antonio cada viernes al caer la tarde recibe la de su hijo, acompañado de su nieto, en ocasiones. Suele llegar sobre las seis, y cuando avisan para la cena, se va. Antonio padre, no se queja de Antonio hijo. A fin de cuentas, se sentía mejor últimamente en la Residencia, y también sabía que con su nuera no haría buenas migas si viviese con ellos. Lo dicho, tampoco deseaba luchar para ser bien recibido. Como estaban las cosas, estaban bien.
Desde la atalaya de su mesa podía contemplar todo el comedor, y casi todos los comensales. En su interior, experimentaba una cierta alegría, maliciosa alegría, estudiando a todas y a todos. En alguno de sus paseos con Paloma, le había comentado su conducta, que calificaba de perversa. Ingenuamente perversa. Ella se sonreía y le expresaba sus dudas respecto a sus malévolas intenciones.
En la mesa al fondo del comedor, se sentaba Alfonso, un hombre serio, de entradas muy pronunciadas, de gestos suaves, silencioso. Comía pausadamente, contemplando el plato con detenimiento, como deseando encontrar algo sorprendente entre los granos de arroz o el puré de verduras. Siempre solía ser el último en terminar, lo cual desagradaba a Sandra, su compañera de mesa. Cuando habían terminado todos los de la mesa, servían el siguiente plato, nunca antes. Era una cuestión de orden, y de ahorro de idas y venidas por parte de las auxiliares. Sandra resultaba un tanto desagradable. En su silla de ruedas, avanzaba con ella moviendo los pies, agarrada y dándose impulso con el pasamano que circundaba todo el pasillo, en unas paredes llenas de las marcas de las ruedas al rozarlas o golpearlas. Sandra tenía la costumbre de coger restos de la comida, colocarlos en una servilleta de papel, y, saliendo a la explanada, depositarla en el suelo, cerca de uno de los plataneros, destinada a los gatos que, a la misma hora, merodeaban por la Residencia, a la espera de su ración de pan con algo. Sandra se comportaba así, a escondidas, sin hacer caso a las regañinas de la misma Dirección de “El Sosiego”.
En la mesa contigua, estaban Juana y Ernesto. Un matrimonio de Paterna, del mismo pueblo que Paloma. Juana no era ya capaz de levantar la cuchara para aproximársela a la boca para comer. Juana tenía casi toda la edad del mundo, y Ernesto su marido, también podía presumir de ello. Todos los días, Ernesto primeramente daba de comer a su esposa, de pie, a su lado. Cogía la cuchara, y sin llenarla por completo, se la acercaba a los labios, mientras la incitaba a comer. Siempre un poco más, un poco más. Cuando Juana le decía que ya no deseaba a pesar de su insistencia, él se sentaba ante su plato, frio ya, y comía su sopa, o su arroz, o sus judías con patatas hervidas. Antonio sentía el cariño que la escena desprendía y que llegaba hasta su propia mesa, y suspiraba en su interior ansiando haberla podido vivir como actor, con su esposa Encarna.
Más allá un hombre, limpiaba y relimpiaba el plato, con una servilleta de papel arrugada, rota, apelotonada. Luego, cogía su cubierto y hacía otro tanto. Fregaba y restregaba con el arrugado papel, quitando imaginarias o invisibles motas de polvo, de suciedad, de unos restos de comida inexistentes. Ese hombre, Juan, fue un prestigioso abogado, lector empedernido, viajero infatigable. A Juan la vida y sus hijos, le han destinado ese lugar, “El Sosiego”, para que transcurran en él sus últimos años. Lo entregó todo durante ella, y ahora poco puede recoger ante su demencia senil avanzada. Cuando empezó con la manía de la limpieza, no hacía daño a nadie, no molestaba en exceso. Sin embargo, a su hija y a su yerno, les era sumamente desagradable el contemplar cómo iba con un trozo de papel limpiando por donde pasaba. Cuadros, ventanas, sillas, mesas, cubiertos. Todo era más o menos soportable, hasta que una noche, oyéndose ruidos en el comedor, al levantarse, comprobaron como el padre, Juan, trasteaba con un trapo por debajo de las sillas del comedor. No hacía daño a nadie, pero no era agradable. Por tal motivo decidieron ingresarlo en una Residencia, en donde aparte de ser cuidado, él podría cumplir con sus deseos de limpieza. Y así seguía, limpiando con mucho esmero todo cuanto se le ponía a su alcance.
Juan no molestaba a nadie, no chillaba, ni insultaba, ni tan siquiera olía mal. Naturalmente, necesitaba llevar pañales, como Paloma, o como Juana. Julián sí olía mal, no consentía que le pusiesen el pañal. Julián sí chillaba, sí insultaba. Julián, en sus tiempos de mozo, presumía de que fue torero. En realidad nunca fue torero, a pesar de que insistía en ello. Simplemente, fue banderillero de segunda y en tal menester recorrió las plazas de media España. Incluso una temporada un torero francés, de Lyon, por más señas, le contrató para una corrida en la plaza de toros de Nimes. Llovió intermitentemente toda la tarde, y la corrida fue muy deslucida. En ocasiones Julián atemperaba su carácter, y si tenía algún residente a su alcance, le contaba su gesta en Salamanca, cuando una tarde tuvo que salir a los medios después de colocar al quiebro un par de banderillas a un morlaco de la enseña de Sánchez Fuentes. Fue su momento de gloria, sin haberla realmente buscado de propósito. Aquella suerte le salió de pura chiripa, al encontrarse frente al toro, y hacer un escorzo ante la precipitada e imprevista embestida del toro. A ciencia cierta Julián no supo de su momentáneo triunfo sino cuando, recuperadas las tablas, escuchó el improperio del maestro instándole a salir a los medios, ante el arreciar de los aplausos. Los maestros no desean los aplausos para sus subalternos; lo único que les complace es su sacrificio y esfuerzo para que ellos alcancen su triunfo. Para eso les pagan, no para que les aplauda el público. Julián suele añadir esa coletilla, en cuanto dulcifica un poco su carácter. Aunque le es difícil encontrar contertulio. El hedor de su orina repele a los otros residentes, y su nulo esfuerzo en aliviarse en el baño, hace que no le sea fácil encontrar quién esté dispuesto a escuchar cómo se produjo ese quiebro, dejando que el morlaco pasase engañado por su cintura, recibiendo en su cruceta el rayo de dos aceros puntiagudos. Después de ello, Julián ya no tiene nada que contar, a lo sumo inventar. Pero, Julián tiene demasiado carácter para inventarse algo divertido, que distraiga a quién le pueda escuchar. Por ello, quizás, en el comedor, grita, se queja, exige, con lo cual, una vez más, consigue llamar la atención, que alguien se la preste, y le exija silencio. Esos son los aplausos que ahora Julián espera de toda la concurrencia. En ocasiones, Julián agota la paciencia de alguna auxiliar de comedor, y, como si de un niño pequeño se tratase, es castigado sin postre. Luego, cuando ya está en su habitación, con su compañero Vicente, suele llegar Marina, si está de turno, con un yogurt de sabor fresa. Y allí, sentado ante el pequeño televisor se lo toma, lentamente, a cucharaditas, en alguna medida feliz de haber conseguido un poco de atención.
Vicente, que vivió en Valencia capital, durante muchos años, no le riñe, simplemente le contempla. Vicente es un hombre con el rostro surcado por mil arrugas. Con escasísimo pelo, suele cubrirse con una gorra de pana, y es apacible, manso de corazón. Tiene un sobrino que acude a visitarle casi todos los días, al finalizar su trabajo. A veces, algún domingo, le da la sorpresa de presentarse con su esposa y sus dos hijos, le meten en el coche, y se lo llevan a comer a algún Restaurante, en las Arenas, cerca del puerto. Vicente se siente en tales momentos sumamente feliz. Su sobrino nunca se compromete para otra cita, sin embargo, Vicente está convencido que habrá otro domingo con su paella y su ensalada valenciana, acompañada de un poco de cerveza en jarra. Su sobrino es hijo de su hermana, ya fallecida. Vicente no tuvo tiempo de casarse, ni de tener hijos, ni de tener novia. Se fue a vivir a Valencia capital, entró de mozo en una tienda de la Plaza Redonda, y allí se quedó hasta que un buen día le dijeron que debía jubilarse, que su vida laboral se había acabado, y que ya no hacía falta que volviese más. El hijo del primer dueño que le contrató, le regaló una nueva gorra de pana marrón claro, y le despidió con cariño. Ese día se encontró con que, de pronto, no tenía nada que hacer, ni a dónde acudir, ni obligación que atender. El dinero no era problema para él. No había gastado más que lo necesario durante toda su vida, viviendo de alquiler, en una callejuela de la Valencia eterna, cerca de los Santos Juanes. Acudió a su sobrino, le explicó su repentina situación, y ambos decidieron que era demasiado mayor para seguir viviendo solo. Una tarde llamaron a la puerta. Era Luisa María, una ecuatoriana bajita, oscura de tez, mal vestida. La acompañaba su sobrino, que, al poco le anunciaba que Luisa María acudiría todos los días para hacerle la comida, lavarle la ropa, limpiar la casa, hacer las compras. Le cuidaría y atendería, en suma. Vicente, no comprendió muy bien la decisión de su sobrino, no obstante aceptó. Luisa María tenía unos cuarenta años y muy escasas ansias de trabajar. A los pocos meses se acomodó completamente, para un buen día anunciar que no volvería. A Luisa María la siguió Apolonia Griega, una boliviana también bajita. A Apolonia Griega, le sucedió Consuelo Mercedes, que tenía las cosas muy claras. Sabía perfectamente cuál era la meta a lograr y los medios a utilizar. Vicente a las pocas semanas comprendió que Consuelo Mercedes podía ser bajita como las demás, pero en modo alguno era corta de entendederas. Sus aproximaciones a Vicente, sus detalles e insinuaciones no tenían como objetivo el alegrarle la vida, o hacérsela más llevadera, sino convertirlo en su papito para el resto de sus días. Así, una mañana le pidió a Vicente que comprase una cama, que colocarían en su habitación, con lo cual no le dejaría solo por las noches. Vicente comprendió que las carantoñas no surgían del aprecio o del posible cariño, sino de la intención de encandilarle y, un buen día, llevarle al Juzgado o al altar . Le explicó todas esas impresiones a su sobrino, quién no lo dudo ni un momento. Despidió a Consuelo Mercedes, del Ecuador, y después de comentarlo con su esposa, decidió buscar una residencia para su tío Vicente. De ello hacía ya más de dos años, y a decir verdad, no se sentía en absoluto mal en “El Sosiego”. Fue una buena decisión. Así lo creía Vicente, mientras contemplaba a su compañero Julián, el torero, y contaba mentalmente los días que faltaban para que llegase el domingo.
En la habitación enfrente de la suya, dormía Paloma, con su amiga Ana María. Ana María tampoco se quejaba, no hablaba casi, ni hacía ruido por la noche. La ayudaban a acostar, sin maquina, a las ocho, y hasta las siete de la mañana siguiente no se levantaba. A Paloma, en cambio, la acostaban con la ayuda de la grúa. La llaga de la cintura nunca se cerraba. Al acostarse sobre ella, sentía una punzada y esperaba, pacientemente, que Marina o la auxiliar de turno, la tumbase sobre un lado. Paloma tomaba todas las noches su pastilla de Diacepan, durante la cena, y al rato de ser acostada se dormía en silencio, no sin antes empezar a rezar los cien y un padrenuestros por su sobrina, su esposo, sus hijos, las otras sobrinas que casi nunca la visitaban, Ana Maria, Paco, Antonio… Paloma, entre rezo y rezo, se quedaba dormida, y ya no se despertaba hasta que sobre las dos de la madrugada alguna de las chicas de guardía acudía para ayudarla a darse la vuelta y descansar su cuerpo sobre el otro costado. A Paloma le agradaba Marina, y también Monique, una chica de color de Costa de Marfil, fina y delicada. Angelina en cambio no le gustaba por su brusquedad, por su falta de delicadeza. Sin embargo, nunca se lo decía, ni se quejaba. Soportaba el dolor, la escasa delicadeza, y anhelaba que le tocase el turno a alguna de aquellas dos. Cada dos meses, aproximadamente, Paloma recibía la visita de su sobrina. Vivía fuera de Valencia, en Santander, donde su marido había sido destinado. El marido de su sobrina era director de banco, y a menudo la acompañaba en sus visitas. Cuando traían el coche, también salían a pasear por Valencia y los alrededores. Acudían a la Virgen, a los Viveros, a circular por la Malvarosa. Allí, paseando, Paloma les hablaba de Blasco Ibáñez, de las caminatas juveniles por la arena, de las cenas veraniegas. Paloma tenía muy buena memoria, había leído mucho y se expresaba con certera propiedad. Cuando la tarde ya caía se paraban en alguna cafetería y se tomaban un buen vaso de horchata o granizado de limón o de naranja, e incluso de café. Paloma, en ocasiones, se quedaba en silencio, mirando hacia el mar, y su sobrina, sintiendo la próxima, abrazaba aquel cuerpo deformado, con los huesos a flor de piel, provocando una sonrisa de agradecimiento en su tía. Regresaban al coche, y el marido de su sobrina, la levantaba en brazos para sentarla en el asiento delantero del vehículo. En una ocasión, lo recordaba, la falda se le había deslizado hasta los tobillos, y se habían hartado de reír los tres con la escena. Naturalmente, las bromas y referencias al destape de la tía, solían salpimentar muchas de las posteriores charlas.
En las tardes de verano, cuando el calor apretaba y el aire acondicionado no alcanzaba a refrescar el saturado ambiente, su sobrina empujaba la silla de ruedas, hasta la parte trasera de “El Sosiego”, donde una gran morera abría sus brazos, produciendo una sombra y un frescor sumamente agradable. Y allí, tía y sobrina, se pasaban la tarde, charlando de ellas, de ellos, de sus vidas, de sus alegrías y de sus penas. Eran dos amigas que volcaban su cariño en todos sus recuerdos. La sobrina le solía coger la mano, una mano de piel manchada, con moratones, con las venas remarcadas. Y se la besaba, mientras la decía lo mucho que la quería. Paloma se hacía la remolona, refiriéndose a lo zalamera que resultaba ser su sobrina. Sin embargo, sabía que cuanto le decía salía de su corazón. Al llegar el momento de la despedida, las reconsideraciones de la sobrina a la tía, eran múltiples y reiteradas. Deseaba llenar los últimos instantes con toda clase de recomendaciones, de consejos, de ayudas. Paloma, la contemplaba paciente, como era ella, y asentía dulcemente a todo aquél cúmulo de palabras. Luego, cuando ya en el comedor la llenaba otra vez de besos, ella, Paloma, sonreía con toda la ternura que surgía de un corazón cansado, agotado quizás, pero sumamente agradecido para con aquella sobrina, que nunca dejaba de recordarla que la quería. Luego, levantando la mano abierta en señal de despedida, con la sonrisa en los labios, contemplaba como su sobrina abandonaba el comedor y se encaminaba hacia la pérgola para alcanzar la verja de salida.
En una ocasión, le dejaron un teléfono móvil. Paloma, ufana, se lo enseñó a Antonio y a Beatriz. Era un aparato con las teclas grandes, de sencillo manejo. Le habían dado las instrucciones, verbales y escritas, de cómo utilizarlo. Paloma lo captó todo a la primera, sin embargo, sus dedos no le obedecían como lo hacía su mente. Aquellos dedos, retorcidos sobre si mismos, que le encogían las manos, no acudían a donde su cerebro les indicaba. En tales momentos Paloma se enfadaba consigo misma, al no poder cumplir con sus deseos. Aquel aparato, en ocasiones, era como si tuviese vida propia, cuando entre sus dedos encogidos, aovillados, le iba resbalando, descendiendo por su mejilla y abandonando su oreja. Era en tales momentos cuando su sobrina, al otro lado, en otro teléfono, en Santander, levantaba la voz, como si con ello consiguiera que pudiese oírla mejor. Paloma hablaba, hablaba, sin parar. Deseando aprovechar los minutos con el mínimo coste. No se daba cuenta que el móvil se había alejado tanto de su oreja que difícilmente podía oir, como de su boca, sin que la pudiesen escuchar.
Paloma iba a todos lados con su móvil, esperando que en algún momento se escuchase la cancioncita Only you, que significaba que su sobrina la estaba llamando. Lo colocaba sobre la mesa del comedor, o sobre su mesita de noche, o sobre su regazo. Cuando se oía la melodía de llamada, intentaba por ella misma responder, pulsando la tecla del teléfono verde, como le habían dicho. Y en muchas ocasiones lo conseguía. Aquel móvil fue una novedad en toda la Residencia, durante unos días. Luego a Beatriz le trajeron uno, más moderno, más pequeño. Y el de Paloma dejó de ser motivo de conversación.
A la mañana siguiente de recibir Beatriz su móvil, Julián se despertó, y comprobó que Vicente no estaba en su cama. Se levantó, acudió al cuarto de baño, y al intentar abrir la puerta no lo consiguió, pues algo se lo impedía. Llamó a gritos a la celadora, acudiendo Monique a los pocos segundos. Con esfuerzo lograron entre abrir la puerta, y al mirar a través de la apertura, Monique vio el cuerpo de Vicente, en el suelo, volcado hacía la puerta, con el pantalón del pijama en los tobillos. Logró entrar completamente empujando un poco más la puerta del baño, cogió la mano de Vicente, y comprobó que estaba fría, flácida. Le cubrió como pudo las piernas y el resto del cuerpo desnudo, y acudió a la enfermería, en busca del médico de turno. Vicente había muerto, sentado en la taza del wáter, en silencio, como un pajarito. A la hora del desayuno, la silla de Vicente estuvo vacía, y Julián cabizbajo, se tomo su café con leche y su brioche de pan de leche, y salió, en silencio, sin decir palabra. En su interior, había una preocupación; quién sería el nuevo compañero, y si roncaría por las noches. Vicente no roncaba. O al menos Julián no le oía.
Por lo demás, Juan seguía limpiando su cubierto, Beatriz se lamentaba de lo tibia que estaba su leche, Ernesto sorbía su taza de cacao ya frio, Sandra ya salía hacia la explanada con su pequeño bulto en la mano, Antonio se levantaba para acudir a su encargo personal y Paloma, de espaldas a la silla vacía recitaba por lo bajo un padrenuestro por alma de un buen hombre que había abandonado, definitivamente, la plaza redonda de su vida.
Aunque la muerte había visitado, nuevamente, la Residencia, todo seguiría igual para aquellos hombres y mujeres, que, con más o menos sosiego esperaban que ella, algún día, entrase, sin tocar el timbre, susurrando su nombre. Como solía decirle Paloma a su sobrina, era ley de vida. Más tarde o más temprano es una lotería que toca a un décimo siempre premiado, que se regala a cada uno nada más abrir los ojos a la vida. Lo único desconocido es el día del sorteo, pero, de tocar, toca.
A Paloma le tocó una tarde lluviosa de noviembre, con la sonrisa en los labios. Pero eso ya seria otra historia.